El carro ligero de guerra, con tiro de dos caballos sujetos a un timón central, dos ruedas de radios, caja liviana con asideros laterales, y ocupado por una o dos personas que viajan de pie, aparece en la Península Ibérica en forma de representaciones esquemáticas grabadas sobre piedra en las llamadas 'Estelas del Suroeste'. Su introducción en Iberia se asocia a los primeros contactos orientales, quizá incluso en una fase precolonial. Estos carros nada tienen que ver con vehículos de transporte de caja cuadrada, conocidos en otras representaciones rupestres (Celestino 1985,51).
Las estelas grabadas con figuras humanas, armas, carros y otros objetos, son un fenómeno característico del cuadrante suroccidental de Iberia durante las fases avanzadas del Bronce Final y comienzos del Orientalizante (c. 1.050-c. 700/650 a.C.). Como nunca se han hallado cubriendo con certeza una sepultura, se discute su función estricta de señalizaciones de tumbas, aún admitiendo su sentido funerario (Galán, 1993). De lo que no cabe duda, sin embargo, es de que dichas piedras hincadas de gran tamaño reflejaban de manera ostentosa el poder de unas élites que empleaban una serie de materiales que reflejaban su poder, su riqueza y su estatus.
Estela de Ategua
Entre los objetos representados figuran los carros, que aparecen en los tipos más complejos de estelas, aquellas que incluyen, además de una panoplia simple (espada, escudo y lanza), figuras humanas y otros elementos de guerra o de prestigio. Las estelas con carro se distribuyen desde la margen sur del Tajo hasta el Guadalquivir (Galán 1993,49,Fig.12d), por tanto no sólo en el espacio más cercano al núcleo tartésico, sino también en las agrestes sierras más al norte. Suelen fecharse en los momentos más avanzados de este fenómeno, quizá incluso en el s. VIII y la transición al VII a.C., aunque recientes descubrimientos arrojan dudas sobre el cuadro aceptado de evolución y cronología (Murillo 1994). Cabría incluso plantearse si las estelas 'de carro' figuran realmente entre las más avanzadas o si quizá puedan pertenecer a fases más antiguas. En todo caso, como las estelas carecen de contexto arqueológico externo, se han fechado sobre la base de la identificación tipológica de los objetos representados muy esquematicamente en ellas, y por ello la datación es muy tentativa y sujeta a oscilaciones.
Conocemos carros en diecisiete estelas, dentro de un catálogo que llega ya a los 92 ejemplares (frente a 7 y 24 respectivamente conocidas en 1976, cf. Powell 1976:164).
No existe apenas evidencia arqueológica del ritual funerario en este periodo, por lo que no hay otros datos que los propios grabados para valorar el tipo y significado de los carros. En todos los casos el sistema de representación es la perspectiva abatida, en lugar de la visión lateral más característica del mundo mediterráneo. Este sistema es característico tanto del ámbito escandinavo como del sahariano, por citar puntos distantes. En realidad, del estilo representacional no deben deducirse automáticamente influencias culturales directas.
El detalle de los grabados varía mucho dentro de un gran esquematismo general. Las variaciones son atribuibles más a la diferente habilidad de los artesanos y a los tipos de piedra que a variaciones de tipo de carro (Quesada 1994; Celestino 1985). Con todo, pueden observarse bastantes datos interesantes: siempre se trata de vehículos tirados por dos cuadrúpedos -con seguridad caballos y no bóvidos-; no creemos (contra Powell 1976,168) que la posición abatida de los caballos indicara su sacrificio. Nunca aparecen tiros de tres o cuatro animales, al contrario de lo que ocurría desde principios del I milenio en Oriente, Chipre o el Sahara, donde trigas y cuadrigas son frecuentes (Quesada 1994, 180). Siempre son vehículos de dos ruedas, nunca de cuatro; el único caso dudoso (Solana de Cabañas) hace tiempo que se identificó como un error del grabador (contra Blasco, 1993:164). Cuando el grabador se molestó en indicarlo, las ruedas son de cuatro radios, nunca de más, y no parece probable que haya ruedas macizas (contra Celestino, 1985:48); esto es también inhabitual, porque desde siglos antes las ruedas de seis o más radios eran las comunes en el Mediterráneo, y sólo en el Egeo perduraron las de cuatro (Quesada, 1994). La caja es siempre de frente curvo, con grandes asideros; el eje aparece siempre bajo el centro de la caja como en Grecia, no en posición trasera, y el timón es siempre una barra simple.
En conjunto, todos los detalles tipológicos visibles en estos carros se alejan del modelo del Próximo Oriente, Chipre o el Sahara, y nos llevan a relacionarlos con los carros del mundo egeo de la Edad Oscura (Quesada, 1994, contra Blázquez, 1986 que defiende un origen fenicio sin argumentar sonbre la tipología de los propios vehículos).
Remates de eje de carro. Necrópolis de La Joya (Huelva)
Los detalles visibles en los grabados de mayor calidad (por ejemplo, que el timón llegue hasta la trasera de la caja) permiten llegar a la conclusión de que al menos algunos grabadores había visto carros reales y conocían su estructura, mientras que otros copiaron modelos anteriores sin entenderlos cabalmente, convirtiendo por ejemplo los grandes asideros traseros en un segundo e inexistente par de ruedas (estela de Zarza de Montánchez), o demostrando su desconocimiento de la estructura del vehículo (Monte Blanco).
Los carros en las estelas no deben ser entendidos aisladamente, sino como parte de un conjunto significativo que incluye armas, objetos de adorno como espejos y fíbulas, e incluso instrumentos musicales de cuerda, conformando un referente iconográfico complejo de carácter aristocrático y probablemente funerario. Los objetos tienen, individualmente, paralelos tanto en el Mediterráneo como en el Bronce Final Atlántico, pero en su conjunto muestran una significativa sintonía con complejos iconográficos del ámbito mediterráneo y en particular del Egeo, como por ejemplo ocurre con la estela de Ategua (Córdoba), en su momento analizada por M. Bendala.
Por otro lado, no hay indicios de la existencia de un sistema de tipo palacial en el Suroeste de la Península Ibérica de los siglos XI-VIII a.C., capaz de mantener arsenales de carros de guerra, almacenes y talleres de reparaciones, cuadras y dotaciones entrenadas, en fin, una infraestructura que permita hablar de la presencia de un verdadero 'carro de guerra', bien como plataforma de combate (al estilo del Próximo Oriente), bien como 'taxi' de los jefes al campo de batalla (como en Micenas).
Los carros de las estelas no debieron ser sólo ideogramas de prestigio sin referente real, clichés iconográficos importados en abstracto, sino reflejo de la existencia de algunos vehículos reales -probablemente muy pocos y quizá sólo concentrados en el Sur, importados como objetos de prestigio por mercaderes orientales (contra Galán 1993, 80). Dichos vehículos no tendrían papel militar; probablemente sólo fueran ceremoniales, y comenzaran a adquirir significado como vehículos para el tránsito al Más Allá en un ambiente de heroización del aristócrata difunto, según nos muestran la ya citada estela de Ategua y otras (Bendala, Rodríguez, Nuñez 1994,66-67).
El 'Periodo Orientalizante Tartésico' (ss. VII-VI a.C.)
Durante los siglos VII-VI a.C. no conocemos representaciones de carros, pero en cambio tenemos alguna evidencia arqueológica de la existencia de vehículos de ruedas en contextos funerarios principescos. Dicha evidencia procede sobre todo de la necrópolis tartésica de La Joya (Huelva) y de algunos elementos (pasarriendas sobre todo) de bronce hallados en diversos puntos de Andalucía, lamentablemente fuera de excavaciones controladas y por tanto sin contexto arqueológico fiable. En ninguna tumba orientalizante de Iberia se han hallado, sin embargo, elementos decorativos de bronce tan completos y significativos como los que decoraban las cajas de los carros etruscos de los ss. VII-VI a.C.
El principal problema es que dichos vehículos -o al menos los de la Joya- no parecen corresponder al tipo de carro de guerra ligero egeo o próximo-oriental, sino que se trata más bien de carros funerarios para el transporte del cadáver, ricamente ornamentados con bronces, con numerosos remaches metálicos en ruedas y caja, que alcanza una longitud de 1.5 m. Se trataría por tanto de vehículos diferentes a los representados en las estelas. Quizá fueron vehículos de ceremonias de cierto uso, a juzgar por el desgaste apreciable en pasarriendas y cubos de bronce (Fernández Miranda, Olmos, 1986:90).
Rueda procedente de la necrópolis de Baza (Granada)
Por otro lado, la datación alta propuesta recientemente para la Sepultura 17 de La Joya (c. 700/650 a.C. frente a la antigua fecha del s. VI a.C., utilizando evidencia externa al propio carro, Fernández Jurado, 1988-89:226, 264 ) acerca el vehículo depositado en ella a la posible fecha de las estelas más tardías, con lo que podría suponerse una breve coexistencia en Andalucía Occidental de ambos tipos de vehículo (ligero 'de guerra' y carro funerario) en torno a la primera mitad del s. VII a.C. Con todo, dicha propuesta supone estirar en exceso los pocos datos disponibles, y acercar demasiado la cronología de las estelas con carro del Guadiana y Guadalquivir medio al mundo orientalizante de los 'príncipes' de Huelva.
Lamentablemente, el vehículo de la Joya 17 había perdido todo resto de la caja de madera, salvo algunos fragmentos que analizados resultaron ser de nogal. Con todo, sus excavadores documentaron algunos elementos de interés (Garrido, Orta 1978). El tiro era de dos o quizá de cuatro caballos, dada la aparición en la tumba de dos magníficos e inusuales bocados de bronce, y de otras cuatro posibles camas de bocado de tipo diferente, además de cuatro pasarriendas. Todos aparecieron en montón, luego no se enterraron caballos enjaezados. Las dimensiones de la caja, abierta y rectangular, se han estimado en 1.5 x 1 m., esto es, el doble que la caja de un carro de guerra ligero. Los laterales estaban decorados o reforzados con lámina de bronce y apliques calados. Contaba con dos ruedas que debieron depositarse desmontadas dado su lugar de aparición en la tumba, ya que, aunque no se conservan elementos metálicos como llantas, sí aparecen in situ los dos bocines de bronce en forma de cabeza de felino. Estas piezas tienen paralelos en el arte chipriota y oriental, pero también hay modelos similares -aunque del s. VI a.C.- en Ampurias (Gerona, Cataluña) y en S. Mariano (Perugia). Hay además muchos otros elementos ornamentales y estructurales de bronce y de hierro.
Es también posible que en la Sep. 18 de la misma necrópolis se depositara otro vehículo del que sólo quedan algunos apliques de bronce. Es significativo anotar que la tumba 17 de La Joya es una de las dos más ricas de la necrópolis, y que contenía un complejo ajuar que incluía abundante cerámica -incluyendo ánforas de vino importado, un gran quemaperfumes de bronce, jarro y fuente de bronce para libaciones, una arqueta de marfil con figuras egiptizantes, y otros muchos objetos (Garrido, Orta, 1978; Quesada e.p.).
Otros posibles restos de carro proceden de la Sep. 89 de Alcacer do Sal, en la desembocadura del río Tajo en Portugal, cerca de Lisboa, donde se hallaron elementos de remate del eje de un carro. Esta última pieza podría tambier fecharse en un momento algo más avanzado, en el s. IV a.C., al igual que los llamados 'bronces de Máquiz', elementos de adorno de un carro o de un mueble de importancia (¿lecho, trono?), y posiblemente piezas orientalizantes del s. VI a.C., aunque se haya propuesto también una datación en el s. IV a.C.
La tumba 17 de la Joya contiene también cuatro piezas de bronce, probablemente pasarriendas, de un tipo característico en Iberia, y del que se conocen muchos otros ejemplares fuera de contexto preciso pero en ambiente orientalizante. Se trata de cortos vástagos rematados en una anilla circular subdividida horizontalmente en dos, y decorada con palmetas o capullos de loto (Ferrer, Mancebo 1991).
Representación del tránsito al Mas Allá de un personaje ibérico
Particular interés tiene el hallazgo de un pasarriendas de este tipo, así como de un posible cubo o bocín para el eje, en el palacio-santuario orientalizante e ibérico de Cancho Roano (Zalamea de la Serena, Badajoz), cuyo nivel de destrucción data de fines del s. V o principios del IV a.C. pero cuyas fases iniciales se remontan al s. VIa.C. si no antes (Celestino 1994:307-309). De hecho, aunque no se hayan encontrado restos completos de carro, son muy abundantes en el último edificio ('A') otros elementos asociados con caballos, como numerosos bocados de tipos paralelizables en el mundo itálico (Maluquer 1981, pp. 324 y ss. y Láms. XXXVII ss.; 1983, pp. 51 ss.). Incluso se ha hallado un caballito de bronce de buena factura (Celestino 1991), probablemente parte de un carrito votivo de tipo ya conocido en el área extremeña (Blázquez, 1955), y que cuenta con paralelos en toda Europa, incluyendo Italia.
La presencia de tantos elementos relacionados con el carro y el caballo en el palacio-santuario de Cancho Roano prueba la pervivencia de su empleo como vehículo de prestigio, fuera del ámbito funerario, en zonas 'periféricas' al núcleo tartésico durante el Orientalizante.
El carro en la Cultura Ibérica (ss. V-II a.C.).
La tradición Orientalizante de depositar carros en algunas sepulturas principescas, perduró sólo ocasionalmente en la fase posterior, durante los siglos V-IV a.C., época de las aristocracias heroicas y guerreras de la Cultura Ibérica. Es muy escasa la evidencia de 'tumbas de carro' en este periodo, e incluso estos carros no son vehículos ligeros de guerra, sino carros más pesados, aparentemente en muchos casos vehículos de uso diario concebidos en su empleo funerario como transportes al allende.
Sólo en contadas tumbas ibéricas -no llegan a la decena- se han encontrado algunas ruedas y otros posibles elementos de carro. Estas tumbas corresponden a contextos del s. IV a.C. y proceden casi siempre de Andalucía Oriental (Bastetania), sin que se extiendan hacia el Sureste. No se conocen los ricos apliques decorados de bronce con escenas de guerra o caza o ceremonial característicos por ejemplo del mundo etrusco; tampoco hay evidencia del uso de carros ligeros de carrera del tipo documentado en Etruria.
Las ruedas de radios de época ibérica son pesadas estructuras de madera con gran cantidad de elementos de hierro forjado remachados en la zona de los radios y en el cubo (el mejor estudio en Fernández Miranda, Olmos, 1986). Cuentan con seis radios y tienen un diámetro, cuando se ha podido determinar, cercano a los 90-100 cm. (Toya) o 140 cm. (Sep. 176 de Baza).
En los antiguos carros de guerra orientales y egeos el empleo de metal en las ruedas era casi inexistente para evitar que la madera se rajara al tomar velocidad el vehículo; en los carros de guerra celtas el peso total de elementos de metal, incluyendo llantas, apenas supera los 3 Kg (Piggott 1986, 26). En las ruedas ibéricas por el contrario el componente metálico es mucho mayor; es el caso de las ruedas de Toya (Jaén) o Baza (Granada), cuyos seis radios forrados de hierro y unión reforzada a la pina de madera tienen paralelos en Italia (p. ej. Grottazzolina, Woytowitsch 1978, Taf. 58.3, s. VI a.C.). Con todo, estas elaboradas ruedas de carro de las tumbas son muy distintas a las ruedas macizas de llantas metálicas clavadas a las pinas documentadas en algunos poblados, como las dos ruedas de el Amarejo (Albacete), fechadas en el s. III a.C. (Broncano, Blánquez, 1985, 140 ss.).
Lamentablemente, las ruedas procedentes de grandes tumbas de cámara (¿principescas?) construidas en mampostería, como las de Toya (Cabré, 1925 Fig. 21) o Galera, ambas en Andalucía Oriental, carecen de un contexto arqueológico preciso que permita saber con certeza si se colocaron carros completos o sólo ruedas, y en qué parte de la tumba, o el tipo preciso de vehículo. Otras ruedas y elementos de carro carecen de contexto de tumba (Mirador de Rolando en Granada, segundo juego de ruedas de Toya, conjunto de bronce de Máquiz en Jaén) o aparecieron en sepulturas violadas o casi destruidas (Baza, Granada, Sepulturas 9 y 176). Por último, otras elementos tradicionalmente considerados como 'de carro'(Cabecico del Tesoro, Seps. 300 y 397) son muy dudosos al tratarse de simples fragmentos de remaches (contra Stary, 1989), que pueden pertenecer a cualquier objeto de madera.
Sólo en la Sep. 176 de Baza (Granada, Andalucía) se asocia una rueda a una sepultura excepcional, una de las dos tumbas más ricas de la necrópolis, asociada a varias cráteras griegas de Figuras Rojas, barniz negro ático, ánforas, armas, etc. En el caso de otra tumba de Galera (Granada, Andalucía), destruida, la presencia de una rueda se asociaba a restos de armas, incluyendo un casco de hierro.
Por el contrario, en ninguna de los muchos cientos de sepulturas de las grandes necrópolis ibéricas de los ss. V-II a.C. excavadas con rigor científico en el Sureste (Cabezo Lucero, Cabecico, Cigarralejo, Coimbra, La Serreta, Los Villares, etc.) se han hallado hasta ahora restos identificables de carro, ni siquiera en aquellas clasificadas como 'principescas' que han aportado centenares de objetos y abundante vajilla cerámica griega y de bronce (p. ej. Seps. 200 y 277 de El Cigarralejo, Murcia). En consecuencia, sólo en la Alta Andalucía parece conservarse la tradición Orientalizante; es pues doblemente de lamentar que la mayoría de las más importantes necrópolis andaluzas hayan sido documentadas en tan mal estado.
Consideramos poco afortunado pues el empleo del término 'Wagengräber' (p. ej. Stary, 1989). Sólo en muy contadas tumbas Orientalizantes (de una a cuatro) podemos hablar de tal cosa; pero en el ámbito ibérico, que es cronológicamente posterior y culturalmente diferenciado, sólo hay restos de carros en la Alta Andalucía, y no en el resto del territorio ibérico. Además, carecemos de documentación suficiente sobre la mayoría de estos casos -menos de diez- como para saber si comparten sistemáticamente las otras características normalmente asociadas a las 'tumbas de carro' (p. ej. tamaño de la tumba, vajilla de bronce, armas, etc.) y las implicaciones sociales correspondientes.
Al igual que en el caso de la tumba 17 de La Joya, la presencia de reparaciones en los radios de las ruedas de Toya (Jaén) muestra que los vahículos depositados en tumbas habían tenido previamente una utilización intensa (Fernández Miranda, Olmos, 1986, 56 y Fig. 13). Esta evidencia de uso duro, unida a la ausencia sistemática de apliques decorativos en bronce, nos hace dudar de su carácter de carros 'ceremoniales' o de 'prestigio', y nos hace pensar más bien en la deposición funeraria de carros comunes, o sólo de ruedas, para facilitar el viaje del difunto al mundo de ultratumba. Además, la casi total ausencia de evidencia iconográfica implica que en el mundo de los vivos el carro no fue desde el s. IV un símbolo ceremonial o de prestigio de especial relevancia.
En cambio, los datos arqueológicos indican claramente que los iberos emplearon a menudo el carro de dos ruedas y varales, tirado por équidos o bóvidos, como medio de transporte. Los caminos de acceso a poblados a menudo muestran, profundamente marcadas en la roca, las huellas de las rodadas de las pesadas llantas de hierro de los carros (Castellet de Bernabé o Castellar de Meca en Valencia); estas rodadas indican anchos de eje entre ruedas de en torno a 100-130 cm., mucho menores que los 150-200 cm. de los carros de guerra del Próximo Oriente. Igualmente, en algunos poblados se han hallado restos de ruedas similares a las de las tumbas, o más habitualmente de otras macizas o de reja: es el caso del Amarejo en Albacete (dos ruedas macizas, s. III a.C.), del Cerro de la Cruz en Córdoba (s. II a.C.) o Montjuich en Barcelona (ss.IV-II a.C.?).
Rodadas de carro de época ibérica en el yacimiento de Meca (Albacete)
Este carro humilde aparece reflejado en forma de pequeños exvotos tallados en piedra o fundidos en bronce en complejos religiosos, como en el Cigarralejo (Murcia) o en el santuario del Collado de los Jardines (Jaén). Indican que el sencillo vehículo de transporte era más usual que el rico vehículo de ceremonias. Se trata de vehículos de caja rectangular o triangular, con dos ruedas en un eje central, y probablemente varales. A menudo los exvotos no indican los radios de las ruedas, que así aparecen macizas.
Conviene señalar que en el santuario andaluz del Collado de los Jardines se halló también en 1916, sin contexto preciso, una pieza metálica característica correspondiente a la cubrición de un radio de rueda, lo que muestra que, además de en tumbas, se depositaron en los santuarios ruedas o carros reales y no sólo en forma de exvotos miniatura.
Con todo, algo de la vieja tradición que veía en el carro un noble vehículo de transporte al Más Allá se conservó en la mentalidad ibérica de época más tardía, como indica la curiosa pintura sobre un vaso cerámico hallado en Elche de la Sierra (Albacete), datada en el s. II a.C. (Eiroa 1986). En ella, un guerrero ibérico va a iniciar su viaje al Más Allá; parece a punto de subir a un carro, pero antes recibe de una figura femenina alada un caballo también con alas, quizá para uncirlo al carro que le llevará al mundo de ultratumba. En conjunto, una escena heroizante con caballos alados y carros, de honda raigambre mediterránea, y con buenos paralelos en Etruria; sin embargo, el carro en cuestión no es el acostumbrado vehículo ligero de guerra, sino una carreta de transporte con rueda de reja, no de radios, y caja de altos varales, más apta para transportar alfalfa que un aristócrata difunto; evidentemente, el tema se ha mantenido, pero el antiguo carro ceremonial y de guerra no era ya conocido por estos iberos del s. II a.C. La tradición ibérica tardía se había convertido en un pálido reflejo de las costumbres de los príncipes orientalizantes.
Al ámbito celtibérico de la Meseta, donde no hay datos que permitan suponer la colocación de carros o de ruedas en las sepulturas, llegaron sin embargo también ideas mediterráneas sobre el tránsito al Más Allá a bordo de vehículos. Así se plasmó en un tosco relieve modelado en arcilla sobre un pequeño friso o rebanco hallado en una vivienda (o posible santuario) del poblado celtibérico del Cerrón de Illescas (Toledo), datable a mediados del s. IV a.C. Dos carros ligeros de tipo mediterráneo avanzan a la izquierda seguidos de un grifo alado, motivos iconográficos ambos muy inusuales en este ambiente (Balmaseda, Valiente 1981).
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